Imagina que abres el grifo del gas en casa y piensas: ¿de dónde viene exactamente esta energía? Detrás de esa llama azul que calienta tu ducha o tu comida se esconde una historia compleja cuyo impacto ambiental difiere significativamente entre la producción de gas natural y la de biogás.
En pleno debate sobre la transición energética, cabe preguntarse ¿seguiremos apostando por el gas natural o daremos paso al biogás como alternativa más sostenible?
Ambos comparten composición (principalmente metano), pero su origen, proceso de obtención e impacto ambiental los separan como el día y la noche. Mientras uno depende de recursos fósiles, el otro se nutre de residuos orgánicos y cierra el ciclo de la materia.
El gas natural ha sido durante décadas el “combustible puente” entre el carbón y las energías renovables. Se quema de forma más limpia que otros hidrocarburos y ha ayudado a reducir emisiones en sectores industriales y domésticos. Pero bajo esa apariencia “verde” se esconden importantes costes ambientales.
Su producción comienza con la extracción de yacimientos subterráneos, muchas veces mediante técnicas de fracking o perforación profunda.

Este proceso consume grandes cantidades de agua y libera metano, un gas con un potencial de calentamiento 28 veces mayor que el CO₂ y puede contaminar acuíferos.
A esto se suma el transporte, los gasoductos, las fugas y la licuefacción para exportarlo en buques metaneros aumentan considerablemente su huella de carbono.
Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), las fugas de metano durante toda la cadena de producción del gas natural son responsables de alrededor del 3% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
Puede parecer poco, pero ese porcentaje es suficiente para comprometer los objetivos climáticos si no se controla. Y aunque el gas natural genera menos CO₂ que el carbón al quemarse, sigue siendo una fuente no renovable.
Cada metro cúbico extraído nos acerca un poco más al agotamiento de los recursos fósiles. En conclusión, su impacto ambiental es menor que el del petróleo, pero sigue siendo significativo.
Aquí entra en escena su alternativa, el biogás, una energía renovable producida a partir de la descomposición anaerobia de residuos orgánicos como restos de comida, estiércol o lodos de depuradora.
A diferencia del gas natural, no se extrae del subsuelo, se genera. Y lo hace de forma limpia, reutilizando materiales que de otro modo liberarían metano directamente a la atmósfera.

Los microorganismos hacen su trabajo en ausencia de oxígeno, descomponiendo la materia orgánica y liberando un gas compuesto principalmente por metano y dióxido de carbono.
Ese gas se puede depurar hasta convertirse en biometano, con una calidad muy similar al gas natural, pero con una huella de carbono mucho menor.
De hecho, cuando el biogás se genera a partir de residuos agrícolas o ganaderos, puede considerarse carbono neutral, ya que las emisiones liberadas durante su combustión equivalen a las que el material orgánico absorbió previamente durante su ciclo vital.
En otras palabras, no se añade CO₂ “nuevo” a la atmósfera.

Además, la producción de biogás fomenta una economía circular ya que reduce residuos, genera fertilizantes naturales (el digestato que queda tras el proceso) y ofrece una alternativa energética local, reduciendo la dependencia de importaciones fósiles.
Sin embargo, el biogás no es una solución mágica. Su producción también requiere control y regulación. Si los digestores anaerobios no se gestionan adecuadamente, pueden emitir metano sin quemar o generar olores y residuos mal tratados.
Asimismo, convertir el biogás en biometano implica un proceso de purificación que consume energía y puede generar subproductos contaminantes si no se filtran correctamente.

Otro reto es la escala. Hoy, la capacidad mundial de biogás representa apenas una fracción del consumo total de gas natural. Para que pueda competir, es necesario invertir en infraestructuras, redes de distribución y políticas que incentiven su uso.
Aun así, los avances son prometedores. Países europeos como Alemania o Dinamarca ya integran el biometano en sus redes de gas natural, permitiendo que los consumidores lo utilicen sin cambiar sus calderas o cocinas. Una transición real, no solo teórica.
El debate entre gas natural y biogás también puede ser ético. Habla de cómo queremos relacionarnos con la energía, ¿seguiremos extrayendo lo que la Tierra tiene escondido o aprenderemos a generar energía a partir de nuestros propios residuos?
La producción de biogás representa un cambio de paradigma, de un modelo extractivo a uno regenerativo, donde la energía se transforma y no se roba.

Además, el desarrollo del biogás impulsa la innovación local. Pequeñas plantas de tratamiento pueden abastecer comunidades rurales, industrias agrícolas o incluso flotas de transporte con biometano. Esto reduce la huella de transporte y crea empleos en zonas donde antes solo había residuos.
Ambas fuentes energéticas seguirán conviviendo durante un tiempo, pero el equilibrio ya está cambiando.
El gas natural seguirá siendo importante a corto plazo, sobre todo para mantener la estabilidad del sistema energético. Pero a medida que la tecnología avance y los costes del biogás bajen, la balanza se inclinará hacia lo renovable.
En última instancia, apostar por el biogás es una cuestión tanto ecológica como estratégica. Significa depender menos del exterior, reducir emisiones y dar valor a los residuos que antes se desperdiciaban.
En Yoigo Luz y Gas creemos que el futuro de la energía pasa por hacer las cosas de forma más eficiente, limpia y responsable.
Porque cuidar el planeta es la única manera de seguir encendiendo la luz. 🌍💡